jueves, 29 de junio de 2023

Exp. N° 03248-2019-PHC/TC

 

LA NATURALEZA NO PUNITIVA DE LA PRISIÓN PREVENTIVA
Exp. N° 03248-2019-PHC/TC
El colegiado ha señalado que “la medida de prisión preventiva se configura como una de carácter provisional y excepcional de ultima ratio, cuya naturaleza es no punitiva, pues no se está frente a una sanción penal anticipada sino frente a una persona procesada sujeta a investigación y cuya libertad personal se encuentra restringida. Siendo así, la prisión preventiva, en la medida que se dicta con anterioridad a la sentencia condenatoria, es una medida cautelar; y no se trata entonces de una sanción punitiva, pues su validez depende de que existan motivos razonables y proporcionales que la justifiquen” (FJ.98).

lunes, 5 de junio de 2023

La explotación total del Hombre | por Byung-Chul Han

 "El big data hace posible pronosticar el comportamiento humano. De este modo el futuro se vuelve predecible y manipulable. El big data resulta ser un instrumento psicopolítico muy eficaz, que permite controlar a las personas como si fueran títeres." Byung-Chul Han 

Por: Byun Chul Han 

Como customer lifetime value o «valor del tiempo de vida del cliente» se designa el valor que una persona representa para una empresa al cabo de toda su vida como cliente. Este concepto se basa en la intención de transformar toda la persona humana, su vida entera, en valores puramente comerciales. El hipercapitalismo actual disuelve por completo la existencia humana en una red de relaciones comerciales. Ya no queda ningún ámbito vital que se sustraiga al aprovechamiento comercial. 

Justamente la progresiva digitalización de la sociedad facilita, amplía y acelera en una medida considerable la explotación comercial de la vida humana. Somete a una explotación económica ámbitos vitales a los que hasta ahora el comercio no tenía acceso. Por eso hoy es necesario crear nuevos ámbitos vitales, e incluso desarrollar nuevas formas de vida que se opongan a la explotación comercial total de la vida humana 

El establecimiento insignia de Apple en Nueva York representa en todos los sentidos un templo del hipercapitalismo. Es un cubo hecho solo de cristal. Su interior está vacío. Por tanto no representa nada más que su propia transparencia. La auténtica tienda está situada en el sótano. La transparencia asume aquí una figura material. 

La tienda transparente de Apple es el opuesto arquitectónico a la Kaaba en la Meca, con su envoltura negra. Kaaba significa literalmente «cubo». El edificio negro carece de toda transparencia. El cubo está también vacío y representa un orden teológico opuesto al orden hipercapitalista. 

El establecimiento de Apple y la Kaaba representan dos formas de dominación. El cubo transparente se presenta como libertad y simboliza una comunicación ilimitada, pero esta misma transparencia es una forma de dominación que hoy asume la figura de un totalitarismo digital. Anuncia un nuevo gobierno: el gobierno del hipercapitalismo. Simboliza la comunicación total actual, que cada vez coincide más con la vigilancia total y la explotación total. 

La Kaaba está cerrada. Solo los religiosos tienen acceso al interior del edificio. El cubo transparente, por el contrario, está abierto las veinticuatro horas del día. Todo el mundo puede entrar como cliente. Aquí nos hallamos ante dos formas de dominación opuestas: el gobierno del cierre y el gobierno de la apertura. Sin embargo, este último es más eficaz que aquel primero, porque se hace pasar por libertad. Con el cubo de cristal el hipercapitalismo celebra una hipercomunicación que todo lo penetra e ilumina y lo convierte en monetario. Aquí se identifican la comunicación, el comercio y el consumo (con la tienda de Apple en el sótano). 

Empresas que operan globalmente recopilan datos sobre la conducta de consumo, el estado civil, la profesión, las preferencias, las aficiones, el tipo de vivienda y los ingresos. Sus algoritmos no se diferencian esencialmente de los de la Agencia Nacional de Seguridad. 

El mundo como unos grandes almacenes resulta ser un panóptico digital con una vigilancia total. La explotación total y la vigilancia total son las dos caras de una misma moneda. Desde un punto de vista puramente económico, Acxiom clasifica a las personas en 70 categorías. El grupo de personas que representan un escaso valor como clientes se denominan waste, o sea, «basura» o «desperdicios». 

El big data hace posible pronosticar el comportamiento humano. De este modo el futuro se vuelve predecible y manipulable. El big data resulta ser un instrumento psicopolítico muy eficaz, que permite controlar a las personas como si fueran títeres. El big data genera un saber dominador, que hace posible intervenir en la psique humana e influir sobre ella sin que los afectados lo noten. La psicopolítica digital degrada la persona humana a objeto cuantificable y controlable. El big data anuncia por tanto el fin del libre albedrío. 

Para el especialista en Derecho Estatal Carl Schmitt es soberano quien decide sobre el estado de excepción. Unos años después de formularla revisó esta famosa frase y la cambió por esta otra: «Tras la Segunda Guerra mundial, con la vista puesta en mi muerte, digo ahora: es soberano quien decide sobre las ondas del espacio». Parece ser que Carl Schmitt tuvo toda su vida miedo de la radio y la televisión por su efecto manipulador. Hoy, en el régimen digital, habría que revisar de nuevo la tesis de la soberanía: es soberano quien decide sobre los datos en la red. 

La interconexión digital hace posible evaluar por completo a una persona y esclarecer hasta el fondo su psique. En vista del peligro que encierra la recopilación de datos personales, hoy se exige a la política restringir esta praxis en una medida considerable. También Schufa y otras empresas de scoring o calificación crediticia producen efectos discriminatorios. La valoración económica de una persona contradice la idea de la dignidad humana. Ninguna persona debería ser degradada a objeto de valoración algorítmica. 

Por ejemplo, el hecho de que a Schufa, que en Alemania se ha convertido en una obviedad sagrada, se le pudiera ocurrir hace algún tiempo rastrear las redes sociales en busca de informaciones útiles revela la intención profunda de la empresa. El eslogan publicitario de Schufa, «Generamos confianza», es un puro cinismo. 

Empresas como Schufa eliminan por completo la confianza y la reemplazan por el control. Confianza significa mantener una relación positiva con otra persona pese a no saber cosas de ella. Eso posibilita actuar a pesar de la falta de saber. Si de entrada lo sé todo sobre una persona no hace falta la confianza. Por ejemplo, Schufa tramita a diario más de 200 000 solicitudes. Eso solo es posible en una sociedad del control. Una sociedad de la confianza no necesita empresas como Schufa. 

La confianza implica la posibilidad de defraudarla, de traicionarla. Pero esta posibilidad de la traición es constitutiva de la propia confianza. También la libertad implica un cierto riesgo. Una sociedad que en nombre de la seguridad somete todo al control y a la vigilancia degenera en totalitarismo. 

En vista de la amenaza del totalitarismo digital el presidente del Parlamento Europeo Martin Schulz señaló recientemente la urgente necesidad de redactar una Declaración de Derechos Fundamentales para la época digital. También el anterior ministro del interior alemán Gerhart Baum exige una amplia eliminación de datos. 

Hoy son necesarios planteamientos nuevos y radicales para evitar el totalitarismo de los datos. Habría que pensar también sobre una posibilidad técnica concreta de poner a determinados datos personales una fecha de caducidad, de modo que al cabo de un cierto tiempo se borren automáticamente. Esta praxis conduciría a una eliminación masiva de datos, que hoy es necesaria en vista del delirio dataísta. 

La Declaración de Derechos Fundamentales Digitales no podrá impedir por sí sola el totalitarismo de los datos. Habría que promover también una nueva concienciación y un cambio de mentalidad. Hoy no somos simples reclusos o víctimas en un panóptico digital manejado desde fuera. 

El panóptico era originalmente un edificio carcelario diseñado por Jeremy Bentham. Los prisioneros en el anillo exterior son vigilados por una torre de vigilancia que hay en el centro. En el panóptico digital no estamos simplemente presos, sino que nosotros mismos lo construimos activamente. Colaboramos activamente para construir el panóptico digital. Incluso nos encargamos de su mantenimiento al desnudarnos, al cablearnos todo el cuerpo, como hacen los millones de seguidores del movimiento Quantified Self al subir a la red voluntariamente los datos referidos a nuestro cuerpo. La nueva dominación no nos impone ningún silencio. Más bien nos incita permanentemente a comunicar, a compartir, a transmitir nuestras opiniones, necesidades, deseos y preferencias, e incluso a contar nuestra vida.

En la década de 1980 todos salieron a protestar en Alemania contra la elaboración del censo demográfico nacional. En una oficina de empadronamiento estalló una bomba. Incluso los escolares se echaron a la calle a protestar. Hubo manifestaciones masivas. 

Desde la perspectiva actual esta reacción es incomprensible, pues las informaciones que se recababan eran inofensivas, como por ejemplo la profesión, el nivel de educación, el estado civil o la distancia al puesto de trabajo. Hoy no tenemos nada que objetar a que se recopilen, se guarden, se transmitan y se vendan cientos o miles de series de datos sobre nosotros. Nadie sale a la calle a protestar contra eso. No habrá protestas masivas contra Google o contra Facebook. 

En los tiempos de la elaboración del censo demográfico nacional la gente creía hallarse ante un Estado como instancia de poder que pretende espiar a los ciudadanos contra su voluntad. Hace mucho que esa época pasó a la historia. Hoy nos desnudamos voluntariamente sin ninguna coacción, sin ningún decreto. Subimos voluntariamente a la red todo tipo de datos e informaciones sobre nosotros, sin saber quién sabe qué, cuándo y con ocasión de qué sobre nosotros. 

Este descontrol representa una crisis de la libertad que hay que tomarse en serio. Además, en vista de los datos que uno da de sí, el propio concepto de protección de datos se vuelve obsoleto. Hoy ya no somos simples víctimas de una vigilancia estatal, sino elementos activos del sistema. Renunciamos voluntariamente a refugios privados y nos exponemos a redes digitales que nos penetran y nos analizan por completo. 

La comunicación digital como nueva forma de producción elimina rigurosamente los espacios protegidos y transforma todo en informaciones y datos. De este modo se pierde toda distancia protectora. En la hipercomunicación digital todo se mezcla con todo. También las fronteras entre dentro y fuera se vuelven cada vez más permeables. Las personas humanas pasan a ser interfaces en un mundo totalmente interconectado. El hipercapitalismo fomenta y explota este desamparo digital. 

Tendríamos que volver a plantearnos seriamente la pregunta acerca de qué tipo de vida queremos vivir. ¿Queremos seguir estando a merced de la vigilancia y de la explotación totales de la persona humana, renunciando con ello a nuestra libertad y a nuestra dignidad? Vuelve a ser hora de organizar una resistencia común contra la amenaza del totalitarismo digital. Estas palabras de Georg Büchner no han perdido nada de actualidad: «Somos títeres cuyos hilos mueven poderes desconocidos. ¡Nada, nada somos nosotros mismos!».

¿De dónde surge el trabajo? según Zygmunt Bauman

 "En el lugar de trabajo no se toleraba la autonomía de los obreros: se llamaba a la gente a elegir una vida dedicada al trabajo; pero una vida dedicada al trabajo significaba la ausencia de elección, la imposibilidad de elección y la prohibición misma de cualquier elección. " Zygmunt Bauman 


Por Zygmunt Bauman 

Las sociedades tienden a formarse una imagen idealizada de sí mismas, que les permitirá «seguir su rumbo»: identificar y localizar las cicatrices, verrugas y otras imperfecciones que afean su aspecto en el presente, así como hallar un remedio seguro que las cure o las alivie. Ir a trabajar —conseguir empleo, tener un patrón, hacer lo que este considerara útil, por lo que estaría dispuesto a pagar para que el trabajador lo hiciera— era el modo de transformarse en personas decentes para quienes habían sido despojados de la decencia y hasta de la humanidad, cualidades que estaban puestas en duda y debían ser demostradas. Darles trabajo a todos, convertir a todos en trabajadores asalariados, era la fórmula para resolver los problemas que la sociedad pudiera haber sufrido como consecuencia de su imperfección o inmadurez (que se esperaba fuera transitoria). 

Ni a la derecha ni a la izquierda del espectro político se cuestionaba el papel histórico del trabajo. La nueva conciencia de vivir en una «sociedad industrial» iba acompañada de una convicción y una seguridad: el número de personas que se transformaban en obreros crecería en forma incontenible, y la sociedad industrial terminaría por convertirse en una suerte de fábrica gigante, donde todos los hombres en buen estado físico trabajarían productivamente. El empleo universal era la meta no alcanzada todavía, pero representaba el modelo del futuro. A la luz de esa meta, estar sin trabajo significaba la desocupación, la anormalidad, la violación a la norma. «A ponerse a trabajar», «Poner a trabajar a la gente»: tales eran el par de exhortaciones imperiosas que, se esperaba, pondrían fin al mismo tiempo a problemas personales y males sociales compartidos. Estos modernos eslóganes resonaban por igual en las dos versiones de la modernidad: el capitalismo y el comunismo. El grito de guerra de la oposición al capitalismo inspirada en el marxismo era «El que no trabaja, no come». La visión de una futura sociedad sin clases era la de una comunidad construida, en todos sus aspectos, sobre el modelo de una fábrica. En la era clásica de la moderna sociedad industrial, el trabajo era, al mismo tiempo, el eje de la vida individual y el orden social, así como la garantía de supervivencia («reproducción sistémica») para la sociedad en su conjunto. 

Empecemos por la vida individual. El trabajo de cada hombre aseguraba su sustento; pero el tipo de trabajo realizado definía el lugar al que podía aspirar (o que podía reclamar), tanto entre sus vecinos como en esa totalidad imaginada llamada «sociedad». El trabajo era el principal factor de ubicación social y evaluación individual. Salvo para quienes, por su riqueza heredada o adquirida, combinaban una vida de ocio con la autosuficiencia, la pregunta «Quién es usted» se respondía con el nombre de la empresa en la que se trabajaba y el cargo que se ocupaba. En una sociedad reconocida por su talento y afición para categorizar y clasificar, el tipo de trabajo era el factor decisivo, fundamental, a partir del cual se seguía todo lo que resultara de importancia para la convivencia. Definía quiénes eran los pares de cada uno, con quiénes cada uno podía compararse y a quiénes se podía dirigir; definía también a sus superiores, a los que debía respeto; y a los que estaban por debajo de él, de quienes podía esperar o tenía derecho a exigir un trato deferente. El tipo de trabajo definía igualmente los estándares de vida a los que se debía aspirar y que se debían obedecer, el tipo de vecinos de los que no se podía «ser menos» y aquellos de los que convenía mantenerse apartado. La carrera laboral marcaba el itinerario de la vida y, retrospectivamente, ofrecía el testimonio más importante del éxito o el fracaso de una persona. Esa carrera era la principal fuente de confianza o inseguridad, de satisfacción personal o autorreproche, de orgullo o de vergüenza. 

Dicho de otro modo: para la enorme y creciente mayoría de varones que integraban la sociedad postradicional o moderna (una sociedad que evaluaba y premiaba a sus miembros a partir de su capacidad de elección y de la afirmación de su individualidad), el trabajo ocupaba un lugar central, tanto en la construcción de su identidad, desarrollada a lo largo de toda su vida, como en su defensa. El proyecto de vida podía surgir de diversas ambiciones, pero todas giraban alrededor del trabajo que se eligiera o se lograra. El tipo de trabajo teñía la totalidad de la vida; determinaba no sólo los derechos y obligaciones relacionados directamente con el proceso laboral, sino también el estándar de vida, el esquema familiar, la actividad de relación y los entretenimientos, las normas de propiedad y la rutina diaria. Era una de esas «variables independientes» que, a cada persona, le permitía dar forma y pronosticar, sin temor a equivocarse demasiado, los demás aspectos de su existencia. Una vez decidido el tipo de trabajo, una vez imaginado el proyecto de una carrera, todo lo demás encontraba su lugar, y podía asegurarse qué se iba a hacer en casi todos los aspectos de la vida. En síntesis: el trabajo era el principal punto de referencia, alrededor del cual se planificaban y ordenaban todas las otras actividades de la vida. 

En cuanto al papel de la ética del trabajo en la regulación del orden social, puesto que la mayoría de los varones adultos pasaban la mayor parte de sus horas de vigilia en el trabajo (según cálculos de Roger Sue para 1850, el 70% de las horas de vigilia estaban, en promedio, dedicadas al trabajo [18] ), el lugar donde se trabajaba era el ámbito más importante para la integración social, el ambiente en el cual (se esperaba) cada uno se instruyera en los hábitos esenciales de obediencia a las normas y en una conducta disciplinada. Allí se formaría el «carácter social», al menos en los aspectos necesarios para perpetuar una sociedad ordenada. Junto con el servicio militar obligatorio —otra de las grandes invenciones modernas—, la fábrica era la principal «institución panóptica» de la sociedad moderna.

Las fábricas producían numerosas y variadas mercancías; todas ellas, además, modelaban a los sujetos dóciles y obedientes que el Estado moderno necesitaba. Este segundo —aunque en modo alguno secundario— tipo de «producción» ha sido mencionado con mucha menor frecuencia. Sin embargo, le otorgaba a la organización industrial del trabajo una función mucho más fundamental para la nueva sociedad que la que podría deducirse de su papel visible: la producción de la riqueza material. La importancia de esa función quedó documentada en el pánico desatado periódicamente cada vez que circulaba la noticia alarmante: una parte considerable de la población adulta podía hallarse físicamente incapacitada para trabajar de forma regular y/o cumplir con el servicio militar. Cualesquiera fueran las razones explícitas para justificarlo, la invalidez, la debilidad corporal y la deficiencia mental eran temidas como amenazas que colocaban a sus víctimas fuera del control de la nueva sociedad: la vigilancia panóptica sobre la que descansaba el orden social. La gente sin empleo era gente sin patrón, gente fuera de control: nadie los vigilaba, supervisaba ni sometía a una rutina regular, reforzada por oportunas sanciones. No es de extrañar que el modelo de salud desarrollado durante el siglo XIX por las ciencias médicas con conciencia social fuera, justamente, el de un hombre capaz de realizar el esfuerzo físico requerido tanto por la fábrica como por el ejército. 

Si la sujeción de la población masculina a la dictadura mecánica del trabajo fabril era el método fundamental para producir y mantener el orden social, la familia patriarcal fuerte y estable, con el hombre empleado («que trae el pan») como jefe absoluto e indiscutible, era su complemento necesario; no es casual que los predicadores de la ética del trabajo fueran también, por lo general, los defensores de las virtudes familiares y de los derechos y obligaciones de los jefes de familia. Y, dentro de esa familia, se esperaba que los maridos/padres cumplieran, ante sus mujeres y sus hijos, el mismo papel de vigilancia y disciplina que los capataces de fábrica y los sargentos del ejército ejercían sobre ellos en los talleres y cuarteles. El poder para imponer la disciplina en la sociedad moderna —según Foucault— se dispersaba y distribuía como los vasos capilares que llevan la sangre desde el corazón hasta las últimas células de un organismo vivo. La autoridad del marido/padre dentro de la familia conducía las presiones disciplinarias de la red del orden y, en función de ese orden, llegaba hasta las partes de la población que las instituciones encargadas del control no podían alcanzar. Por último, se otorgó al trabajo un papel decisivo en lo que los políticos presentaban como una cuestión de supervivencia y prosperidad para la sociedad, y que entró en el discurso sociológico con el nombre de «reproducción sistémica». El fundamento de la sociedad industrial moderna era la transformación de los recursos naturales con la ayuda de fuentes de energía utilizables, también naturales: el resultado de esa transformación era la «riqueza». Todo quedaba organizado bajo la dirección de los dueños o gerentes del capital; pero ello se lograba gracias al esfuerzo de la mano de obra asalariada. La continuidad del proceso dependía, por lo tanto, de que los administradores del capital lograran que el resto de la población asumiera su papel en la producción. 

Y el volumen de esa producción —punto esencial para la expansión de la riqueza — dependía, a su vez, de que «la mano de obra» participara directamente del esfuerzo productivo y se sometiera a su lógica; los papeles desempeñados en la producción eran eslabones esenciales de esa cadena. El poder coercitivo del Estado servía, ante todo, para «mercantilizar» el capital y el trabajo, es decir, para que la riqueza potencial se transformara en capital (a fin de ser utilizada en la producción de más riqueza), y la fuerza de trabajo de los obreros pasara a ser trabajo «con valor añadido». El crecimiento del capital activo y del empleo eran objetivos principales de la política. Y el éxito o el fracaso de esa política se medía en función del cumplimiento de tal objetivo, es decir, según la capacidad de empleos que ofreciera el capital y de acuerdo con el nivel de participación en el proceso productivo que tuviera la población trabajadora. 

En resumen, el trabajo ocupaba una posición central en los tres niveles de la sociedad moderna: el individual, el social y el referido al sistema de producción de bienes. Además, el trabajo actuaba como eje para unir esos niveles y era factor principal para negociar, alcanzar y preservar la comunicación entre ellos. 

La ética del trabajo desempeñó, entonces, un papel decisivo en la creación de la sociedad moderna. El compromiso recíproco entre el capital y el trabajo, indispensable para el funcionamiento cotidiano y la saludable conservación de esa sociedad, era postulado como deber moral, misión y vocación de todos los miembros de la comunidad (en rigor, de todos sus miembros masculinos). La ética del trabajo convocaba a los hombres a abrazar voluntariamente, con alegría y entusiasmo, lo que surgía como necesidad inevitable. Se trataba de una lucha que los representantes de la nueva economía —ayudados y amparados por los legisladores del nuevo Estado— hacían todo lo posible por transformar en ineludible. Pero, al aceptar esa necesidad por voluntad propia, se deponía toda resistencia a unas reglas vividas como imposiciones extrañas y dolorosas. En el lugar de trabajo no se toleraba la autonomía de los obreros: se llamaba a la gente a elegir una vida dedicada al trabajo; pero una vida dedicada al trabajo significaba la ausencia de elección, la imposibilidad de elección y la prohibición misma de cualquier elección. 

¿Quiénes son la clase marginada? según Zygmunt Bauman

 "Separar el «problema de la marginalidad» del «tema de la pobreza» es matar varios pájaros de un tiro. El efecto más obvio —en una sociedad famosa por su afición a litigar— es negarles a quienes se considera miembros de la clase marginada el derecho de «reclamar por daños y perjuicios», presentándose como víctimas del mal funcionamiento de la sociedad." Zygmunt Bauman 


Por Zygmunt Bauman 


La expresión «clase marginada» [underclass] fue utilizada por primera vez por Gunnar Myrdal en 1963, para señalar los peligros de la desindustrialización que —de acuerdo con los temores de este autor— llevaría, probablemente, a que grandes sectores de la población quedaran desempleados y sin posibilidad alguna de reubicarse en el mercado de trabajo. Tal cosa sucedería, no por deficiencias o defectos morales de esos sectores, sino lisa y llanamente por la falta de oportunidades de empleo para quienes lo necesitaran y buscaran. Y no sería la consecuencia, tampoco, del fracaso de la ética del trabajo en su intento por estimular a la población; sería la derrota de la sociedad en general para garantizar a todos una vida acorde con los preceptos de aquella ética. Los integrantes de la clase marginada, en el sentido que Myrdal le dio a la expresión, resultaban las víctimas de la exclusión. Su nuevo estatus no era, en modo alguno, una automarginación voluntaria; la exclusión era producto de la lógica económica, sobre la cual esos condenados no podían ejercer control alguno. 

El concepto de clase marginada llegó al gran público mucho más tarde —el 29 de agosto de 1977—, a través de una nota de portada de la revista Time. Y apareció con una significación muy diferente: «un amplio sector de la población, más intratable, más marginado de la sociedad y mucho más hostil de lo que cualquiera hubiera podido imaginar. Son los intocables: la nueva clase marginada estadounidense». A semejante definición seguía una larga lista: delincuentes juveniles, desertores escolares, drogadictos, madres dependientes de la asistencia social, ladronzuelos, pirómanos, criminales violentos, madres solteras, rufianes, traficantes de drogas, pordioseros; nombres que definen todos los explícitos temores de la gente decente y todas las cargas que se ocultan en el fondo de su conciencia. 

«Intratables», «marginados de la sociedad», «hostiles»: y, como resultado de todo esto, intocables. Ya no tenía sentido tenderles una mano: esa mano habría quedado suspendida en el vacío, Estas personas ya no tenían cura; y no la tenían porque habían elegido una vida enferma. Intocables significaba, también, estar fuera del alcance de la ética del trabajo. Las advertencias, las seducciones, las apelaciones a la conciencia no podían atravesar el muro de aislamiento voluntario con respecto a todo lo que tenía valor para la gente común. No se trataba sólo de un rechazo al trabajo, o la elección de una vida ociosa y parasitaria; era una hostilidad abierta a todo lo que representaba la ética del trabajo. 

Cuando, en 1981 y 1982, Ken Auletta emprendió una serie de exploraciones al mundo de la «marginalidad» —sobre las que escribió en la revista The New Yorker y que luego editó un libro muy leído y de gran influencia—, lo hizo impulsado, según él mismo admite, por la ansiedad que percibía en la mayoría de sus conciudadanos: 

“Me pregunté: ¿Quién es toda esta gente que está detrás de las abultadas estadísticas del crimen, la asistencia social y las drogas —y del evidente aumento en los comportamientos antisociales, que además aflige a la mayor parte de las ciudades estadounidenses?…— Pronto supe que, entre quienes estudian la pobreza, hay amplio consenso sobre la existencia de una clase marginada (tanto negra como blanca) distinguible fácilmente; que esta clase, por lo general, se siente excluida de la sociedad, rechaza los valores comúnmente aceptados, y sufre deficiencias de comportamiento, además de las de ingresos. No es sólo que tiendan a ser pobres; para la mayoría de los norteamericanos, su conducta resulta aberrante”

Obsérvese el vocabulario, la construcción, la retórica del discurso que origina y sostiene la idea de clase marginada. El texto de Auletta es quizás el mejor lugar para estudiar la idea, porque —a diferencia de la mayor parte de sus menos escrupulosos sucesores— este autor no se dedica a «demoler a la clase marginada»; por el contrario, se aparta un poco para mantener la objetividad y manifestarla, y se compadece de los héroes negativos de su historia en la misma medida en que los condena . 

Obsérvese que las «abultadas» estadísticas del crimen, la asistencia social y las drogas aparecen mencionadas en una sola sucesión discursiva, colocadas a un mismo nivel. En consecuencia, no hacen falta argumentos, y menos aún pruebas, para explicar por qué fueron encontradas en los mismos barrios y clasificadas como muestras de un mismo comportamiento «antisocial». No hace falta demostrar, de forma explícita, que vivir del tráfico de drogas y depender de la asistencia social son hechos igualmente antisociales, calamidades de un mismo tipo. La sugerencia implícita en esa dirección (que, sin duda, asombraría a más de uno si se la explicitara) se logró con una simple estratagema de sintaxis.  

Obsérvese, también, que la clase marginada rechaza los valores establecidos; sólo se siente excluida. Esta clase es la parte activa y generadora de las acciones, la que tiene la iniciativa en la conflictiva relación de dos bandos enfrentados, donde «la mayoría de los norteamericanos» es el antagonista. Y es justamente el comportamiento de estos marginados —y sólo de ellos— el que resulta sometido a examen crítico y es declarado aberrante. Por el contrario, son «la mayoría de los norteamericanos» quienes, con todo derecho, presiden el juicio; pero lo que se juzga son las acciones de la otra parte. Si no hubiera sido por sus actos antisociales, no se la habría llevado ante la justicia. Lo más importante, sin embargo, es que tampoco habría hecho falta que la corte sesionara, puesto que no se habría presentado caso alguno que examinar, ni delito que castigar, ni negligencia alguna que reparar.

De acuerdo con esta idea, el descenso a la clase marginada es una elección, decididamente intencional o debida a una actitud de rebeldía. Es una elección, incluso cuando una persona cae en la marginalidad sólo porque no hace, o no puede hacer, lo necesario para escapar de la pobreza. En un país de gente que elige libremente es fácil concluir, sin pensarlo dos veces, que —al no hacer lo necesario— se está eligiendo otra cosa; en este caso, un «comportamiento antisocial». Sumergirse en la clase marginada es, también, un ejercicio de la libertad. En una sociedad de consumidores libres, no está permitido poner freno a la propia libertad; muchos dirían que tampoco es permisible no restringir la libertad de quienes usan su libertad para limitar la libertad de otros, acosándolos, molestándolos, amenazándolos, arruinando n las pruebas que podrían haber faltado la primera vez que la argumentación se utilizó. Cuanto más amplias y difundidas sean esas prácticas, más su diversión, representando una carga para su conciencia y haciendo que su vida sea desagradable de cualquier otro modo posible. 

Separar el «problema de la marginalidad» del «tema de la pobreza» es matar varios pájaros de un tiro. El efecto más obvio —en una sociedad famosa por su afición a litigar— es negarles a quienes se considera miembros de la clase marginada el derecho de «reclamar por daños y perjuicios», presentándose como víctimas del mal funcionamiento de la sociedad. En cualquier litigio que se abra por esta causa, se desplazará el peso de la prueba, lisa y llanamente, sobre los mismos marginados: son ellos quienes deben dar el primer paso y probar su voluntad y decisión de ser buenos. Se haga lo que se haga, primero deberán hacerlo los marginados (aunque, desde luego, no faltarán consejeros profesionales que, espontáneamente, les brindarán asesoramiento sobre qué es exactamente lo que deben hacer). Si nada ocurriera, y el fantasma de la marginación se negara a desaparecer, la explicación sería simple: también quedaría claro quién es el culpable. Si el resto de la sociedad tiene algo que reprocharse, es sólo el no haber sido lo bastante firme como para restringir la torcida elección de los marginados. Más policía, más cárceles, castigos cada vez más severos y atemorizantes parecen ser los medios más concretos para reparar el error. 

Hay otro efecto que tal vez tenga consecuencias más profundas: la anormalidad del fenómeno de la marginalidad «normaliza» el problema de la pobreza. A la clase marginada se la sitúa fuera de las fronteras aceptadas de la sociedad; pero esta clase, recordemos, es sólo una fracción de los «oficialmente pobres». La clase marginada representa un problema tan grande y urgente que, precisamente por ello, la inmensa mayoría de la población que vive en la pobreza no es un problema que requiera urgente solución. Ante el panorama —a todas luces desagradable y repulsivo— de la marginalidad, los «simplemente pobres» se destacan como gente decente que pasa por un período de mala suerte y que, a diferencia de los marginados, elegirá lo correcto y encontrará por fin el camino a tomar para volver dentro de los límites aceptados por la sociedad. Del mismo modo que caer en la marginalidad y permanecer en ella es una elección, también lo es el salir de la pobreza; en este caso, claro está, se trata de la elección correcta. La idea de elegir la marginalidad sugiere, tácitamente, que otra elección lograría lo contrario, salvando a los pobres de su degradación social.

En la sociedad de consumo, una regla central y muy poco objetada — precisamente por no estar escrita— es que la libertad de elección requiere capacidad: tanto habilidad como decisión para usar el poder de elegir. Esta libertad no implica que todas las elecciones sean correctas; las hay buenas y malas, mejores y peores. El tipo de elección que se realice demostrará si se cuenta o no con aquella capacidad. La clase marginada es la suma de muchas elecciones individuales erróneas: su existencia demuestra la «falta de capacidad para elegir» de las personas que la integran. 

En su ensayo —que tuvo gran influencia— sobre los orígenes de la pobreza actual, Lawrence C. Mead señala a esa incapacidad como la principal causa de que la pobreza subsista en medio de la riqueza, y del rotundo fracaso de las sucesivas políticas estatales concebidas para eliminarla. Los pobres carecen, lisa y llanamente, de la capacidad de apreciar las ventajas de una vida de trabajo; se equivocan en su escala de valores, poniendo al «no trabajo» por encima del trabajo. Por esa incapacidad, dice Mead, la prédica de la ética del trabajo cae en oídos sordos, y no logra influencia alguna sobre las elecciones de los pobres:  

“La pregunta es si los necesitados pueden ser responsables de sí mismos y, sobre todo, si tienen la capacidad suficiente para regir su propia vida… Sea cual fuere la causa externa que se invoque, queda un misterio en el corazón del «no trabajo»: la pasividad de los muy pobres, que dejan pasar las oportunidades que se les presentan… Para explicar el «no trabajo» tengo que recurrir a la psicología o a la cultura: en su mayoría, los adultos muy pobres parecen evitar el trabajo, no por su situación económica, sino por sus creencias… A falta de barreras prohibitivas para el empleo, la cuestión de la personalidad de los pobres surge como la clave para comprender y superar la pobreza. La psicología es la última frontera en la búsqueda de las causas que expliquen el escaso esfuerzo para el trabajo… ¿Por qué los pobres no aprovechan [las oportunidades] con la misma frecuencia que la cultura supone que lo harán? ¿Quiénes son, exactamente? En el centro de la cultura de la pobreza se encuentra la incapacidad para controlar la propia vida: lo que los psicólogos denominan ineficacia” 

Las oportunidades están ahí; ¿no somos todos nosotros, acaso, la prueba palpable de que así son las cosas? Pero las oportunidades deben ser reconocidas como lo que son, y aprovechadas, y para ello hace falta tener capacidad: algo de inteligencia, alguna voluntad y cierto esfuerzo en el momento oportuno. Obviamente, a los pobres les faltan las tres cosas. Pensándolo bien, la incapacidad de los pobres es una buena noticia: nosotros somos responsables porque les ofrecemos esas oportunidades; ellos son irresponsables por rechazarlas. Así como los médicos se dan por vencidos, contra su voluntad, cuando sus pacientes sistemáticamente se rehúsan a cooperar con el tratamiento, nosotros, ante la renuencia a trabajar manifestada por los pobres, deberíamos dejar de esforzarnos por seguir proporcionándoles oportunidades laborales. Todo tiene un límite. Las enseñanzas de la ética del trabajo son válidas para el que esté dispuesto a escucharlas; y hay oportunidades de trabajo a la espera de quien las quiera aprovechar. Lo demás queda en manos de los mismos pobres. No tienen derecho a exigir más de nosotros. 

Si la pobreza sigue existiendo, y aumenta en medio de la creciente riqueza, es porque la ética del trabajo resultó ineficaz. Pero si pensamos que la ineficacia se debe a que sus mandatos no fueron escuchados ni obedecidos, esta imposibilidad para escuchar y obedecer sólo puede explicarse por un defecto moral o una intención criminal. 

Repitámoslo: en su origen, la ética del trabajo fue el medio más efectivo para llenar las fábricas, hambrientas de mano de obra. Ahora, cuando esa mano de obra pasó a ser un obstáculo para aumentar la productividad, aquella ética todavía puede cumplir un papel. Esta vez sirve para lavar las manos y la conciencia de quienes permanecen dentro de los límites aceptados de la sociedad: para eximirlos de la culpa por haber arrojado a la desocupación permanente a un gran número de sus conciudadanos. Las manos y la conciencia limpia se alcanzan, al mismo tiempo, condenando moralmente a los pobres y absolviendo a los demás. 

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